Era mi sueño. Pero algo se metió de por medio, y me levanté en plena noche. Di algunos traspiés hasta que llegué a la nevera. El agua estaba helada (me ha dado un escalofrío sólo de escribirlo). Intenté recordar lo que soñaba, porque era donde quería volver. Pero no recordaba nada. Y me senté en la cocina, apoyando la cabeza en algunos recuerdos gratos de la infancia, cuando todo era más de día y los sueños no se me olvidaban. Es curioso, no me puse a leer, pero pensaba en los libros que leía por entonces. Al llegar del colegio o por la noche, medio a escondidas. Con el pecho valiente de corsarios y mosqueteros. Esas historias. O investigando algún crimen despiadado, o un robo muy extraño. Y de pronto mi madre sentada en mi cama. O allí, en la cocina, preguntándome por lo que soñaba o leía, y protegiéndome del miedo. Mi madre, esa realidad magnífica de mi vida. Esa luz que no dejo de ver aún en las noches más oscuras. Me levanté, pero antes de volver a la cama, recorrí a tientas la casa, y salí al balcón para respirar la madrugada. Y contemplar la calle vacía, y el sueño de los árboles, en esa nana en la que les mecía la brisa.
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