ESTA HORA SU VIGILIA
Elizabeth, gélidamente tendida,
un día de primavera, nos sorprendió
con su rígida dignidad y la serenidad
de sus manos que sujetaban una cruz negra.
Con el libro y la vela y un platillo de agua bendita
nos recibió en el cuarto con la persiana baja.
Sus ojos estaban singularmente cerrados y nos arrodillamos tímidamente
advirtiendo el manchón de su cabello sobre la almohada blanca.
Esa noche nos encontramos junto al muro derrumbado
en el campo detrás de la casa donde yo vivía
y hablamos sobre eso, pero no pudimos hallar la razón
por la que nos dejó a nosotros, a los que tanto había querido.
Muerte, sí, entendíamos: algo relacionado
con la edad y la decadencia, cuerpos decrépitos; pero aquí había uno vigoroso, distante y recatado,
que no respondía a nuestros furtivos suspiros.
A la mañana siguiente, al oír al sacerdote decir su nombre,
me escapé, ya convencido,
y lloré con mis siete años contra el muro de piedra de la iglesia.
Durante dieciocho años no pronuncié su nombre
hasta este día otoñal cuando, con un ventarrón,
un vástago cayó del otro lado de mi ventana, con sus ramas
manchando con rebeldía el verde del césped. De pronto, recordé
a Elizabeth, gélidamente tendida.
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