Temprano una mañana de domingo,
la esposa de Diarmuid, de Irlanda, se levantó del lecho
"¿Qué pasa, Amada mía? ¿Adónde vas?
“Por la plaza y el campanario, a Glen-na Scail"
"¿Qué buscas allí?"
Unas túnicas bordadas, tres diademas,
nueve broches antiguos, filigranados,
engarzados, parte de mi dote."
"Ven, vuelve
a mi lado. Viajar en domingo, se dice, es mal augurio, y
la cama es mejor que equivocar el camino aue."
"Voy porque debo."
“No puedes viajar sola."
"Mi doncella viene conmigo."
Aprisa partieron de Tara las mujeres
hacia el sur. Entre charlas se extraviaron por sendas de hierba mora.
La leyenda las oculta esa noche en un bosque de Munster.
Fijamente las miraron unos ojos, aguardando la matanza. Pero
Becfola trepó a un roble y allí permaneció, el cálido aliento en sus talones
mientras los lobos aullaban por la comida cercana.
El miedo cerró sus ojos. El miedo se los abrió.
El corazón latía de nuevo. Los lobos se habían ido.
Lloró, desesperada, por los huesos roídos de su doncella.
Algo resplandeció entonces
como su júbilo próximo. En una hondonada
vio a un joven ligeramente ataviado
en seda púrpura con fajas de plata
y rubí en los dos largos pliegues que caían
de sus hombros musculosos, como un balón
cada uno. Trató de gritar, pero su voz era débil. Aquella espada
con piedras preciosas en la empuñadura, aquel escudo ovalado,
la salvarían del malechor, de perder
la virtud, cuando su nuevo campeón
los esgrimiera. Brazaletes y anillos se iluminaron
cuando éste se arrimó a una olla atendiendo el fuego.
Becfola corrió, trastabillando: el joven la tomó tiernamente,
la llevó junto al calor, contemplándola,
sin pronunciar una palabra. Más leños se apilaron
solos bajo la olla. Asombrada,
compartió con él la comida. La llevó luego en silencio
hasta un arroyo cercano; Becfola hundió sus manos
con las de él en el agua, bebió, secó su boca y lo siguió.
Miró hacia atrás - el fuego se había desvanecido. La sorpresa
volvió a detenerla. Estaban a orillas de un lago –
un bote de cobre se hamacaba amarrado a un islote:
el joven lo atrajo hacia la costa con un cabo
y el crujir de un trinquete, señaló, sonrió
y lo guió hasta las gradas sumergidas
de aquella casa en la isla. Becfola vio allí
hermosas camas, pero ni una sola alma. Sin una palabra,
se desnudaron como marido y mujer.
Sin una palabra, ella se acostó entre él y la pared.
Dos veces en la noche se despertaron,
se volvieron uno al otro, pero no traicionaron
al Gran Rey de Irlanda.
A la mañana siguiente el joven habló:
"Eres mi esposa ahora, pero no puedes quedarte.
Vuelve a casa, y espera a que envíe mis duendes terrenales."
"¿Cómo podré irme sola? Mi pobre doncella fue muerta en el bosque."
"Ella está sana y salva,
abrigada por un fuego inmaterial."
Esposa y doncella volvieron entonces a Tara.
Todo lo ocurrido había durado
menos de un minuto.
Becfola se desvistió rápidamente
y se acostó junto al Rey.
"Escuchaste mi buen consejo" -dijo Diarmuid,
volviéndose hacia ella - "y ahora pareces una flor dulce.
Todo ardor y murmullos, como si hubieras escapado
a un asalto de besos. ¿Por qué, me pregunto?
Becfola sintió la creciente excitación de su esposo. Se deslizó
bajo los brazos del Rey con un suspiro profano,
abriendo los suyos. Oyó el amanecer
afuera entre los olmos, y sonrió.
"Porque soy,
Amado mío, tu esposa obediente."
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